EL SONIDO DE LA PUERTA

Juan Carlos Méndez Guédez



Vila Matas afirma en su dietario: “Cada día nos despedimos de alguien a quien no veremos más”. Leo esta frase y sin razón aparente pienso en el personaje de Bartleby El escribiente, o en el de El Barón rampante. Dos sujetos que deciden permanecer en lugares insólitos: una oficina; las ramas de los árboles.
Tal vez aferrarse a un lugar absurdo es una manera de evitar las despedidas.
Si te quedas para siempre debajo de una mesa perderás la normalidad al relacionarte con otras personas; pero no tendrás que despedirte de ellas.

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Paseo por esa iglesia francesa de una extraña desnudez; aire solar; espacios vacíos, un laberinto dibujado en esas claras paredes. Cerca del altar escucho claramente el sonido del mar. Durante unos segundos cierro los ojos y veo con nitidez las olas batiendo furiosas contra una costa llena de rocas.
Comprendo luego que se trata del sonido del aire. Una vibración del viento que inventa un mar imposible y lejano en esta ciudad interior.
Al salir, X. cuenta una historia que le sucedió un día dentro de la iglesia. Un hombre se acercó a ella y le explicó que el mundo pronto se acabaría; una inmensa inundación arrasaría todas las ciudades y los pueblos.
¿De dónde es usted? Le preguntó el hombre con ojos enrojecidos; ella le contestó que de Montevideo y él respondió con gesto sereno. “Qué bien, de Hispanoamérica, ustedes serán los únicos que se salvarán”.
Y el hombre contempló las paredes con mirada ausente, febril.

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Construir una ficción: enlazar detalles que los días nos fueron regalando a trozos. Descubrir la analogía secreta, crear la continuidad que se establece entre una taza de café bebida en Barquisimeto en 1978, y las tres primeras páginas de un ensayo de Saul Bellow; o entre una cáscara de mango arrojada en el piso y los primeros compases de una canción del grupo Asia. Porque en esa secuencia que inventamos reposa el esplendor de un secreto, el descubrimiento de la intensidad. La ficción recupera una sabiduría que la vida nos entrega dispersa.
Cuando releo la nota anterior comprendo que curiosamente esa similitud entre el sonido marino y la historia del fin del mundo, trae en sí misma la unión de dos detalles; crece desde esa similitud del agua que creí escuchar y de la inundación que predijo aquel perturbado. Ambos entramos en esa lógica del agua: yo escuché el mar que destruirá el universo; y él lo nombró.
La iglesia se convierte para ambos en el centro del fin.
Precisamente por eso, tal vez esa anécdota nunca me sirva para imaginar una historia. La historia viene demasiado entera como para hacerla creíble o singular. Quizás aquí, a diferencia de muchas otras veces, la única opción es desglosar, separar lo que uno de mis días trajo engarzado y bien tejido.

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Dice Ionesco en sus diarios que los sueños jamás deben ser contados ni aceptan interpretación ninguna. Frente a ellos sólo cabe la descripción desnuda. Con esa conciencia me acuesto esta noche de domingo.
Al despertar descubro que no he soñado nada.

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Escuché esta mañana a lo lejos el sonido de una puerta. ¿Una puerta que se abría o se cerraba?
Suenan igual, pensé.