LA SANGRE DE LOS MONSTRUOS

Roberto Echeto



El monstruo surgió a las diecisiete horas. Tenía casi cuarenta minutos asolando la superficie y destruyendo las naves del ejército, cuando apareció Ultraman.

La gente corría por todas partes. En el centro de la ciudad llovían escombros. Los edificios temblaban con los golpes de la larga cola llena de escamas afiladas.

Al llegar, Ultraman se le lanzó encima y le cruzó el rostro dentado a golpes. El monstruo reaccionó estirando con torpeza sus manos de uñas azules hasta que su contrincante le dio una soberbia patada en la cara que lo hizo caer sobre un edificio de treinta pisos.

El engendro se levantó en medio de sus propios rugidos. Ultraman iba a atacarlo, pero su oponente abrió los ojos vidriosos, le lanzó un rayo verde que le dio en el pecho y lo hizo caer aturdido sobre un viaducto lleno de autos. El monstruo se condujo hasta él con la plenitud de quien se sabe con unos segundos de ventaja. Luego, cuando lo tenía a su merced, lo azotó con vehemencia hasta que el héroe se hizo cargo de su propio cuerpo y detuvo una gruesa pata ungulada que iba rumbo a su frente.

Ya de pie, hizo un mohín con el que dibujó un círculo de luz que le aserró un brazo a su enemigo. Muy al contrario de lo que Ultraman esperaba, la herida del monstruo se transformó en una cascada de sangre que bañó a los rascacielos y a las calles donde rodaron los tanques, los cañones, los soldados y los camarógrafos en medio de un río carmesí que pronto se coaguló al aire libre.

Aquella visión puso a meditar al héroe. Hasta esa tarde el círculo de luz cauterizaba las heridas. Sus combates con las fieras eran terribles, pero casi nunca había tanta sangre como en esa oportunidad.

Por si fuera poco, Ultraman notó que mientras más fluido brotaba de la terrible criatura, la gente más lo vitoreaba y aplaudía a él, que no quería ofrecer espectáculos grotescos. «Qué raros son los humanos», pensó.

Después de revolcarse de dolor, el monstruo se concentró en Ultraman y le lanzó el rayo verde antes de írsele encima. El héroe lanzó su particular grito y de un salto esquivó la luz que hizo explotar una planta eléctrica que se encontraba cerca. A pesar del fuego que se extendió por todas partes, los obreros sonreían y gritaban para auparlo. Ultraman no entendía nada; sólo lanzaba patadas y golpes porque era su deber.

De pronto, en medio del combate, todo perdió su sentido. Él no peleaba para que lo vieran ni para que los terrícolas se emocionaran ante la sangre de los monstruos. Él peleaba porque tenía que mantener a raya a los enemigos de la especie humana. Sin embargo, aquel brazo escamoso que voló por los aires con un manantial de sangre, le permitió observar que los humanos sólo entendían una parte muy pequeña de aquel sacrificio. Por eso decidió terminar aquella pelea e irse para siempre a un lugar donde el espectáculo pesara menos que su gesto.

El monstruo desató sus fuerzas; hizo añicos varios rascacielos y se convirtió en algo inolvidable para los hombres cuando cargó en vilo a Ultraman y lo lanzó contra otro edificio. El héroe se incorporó en un instante. El cansancio y la revelación que había tenido, hicieron que se le encendiera la luz en el pecho, pero eso no fue obstáculo para que él diera un par de volteretas, se arrodillara, pusiese sus brazos en cruz con las palmas de las manos abiertas y dejara fluir a través de él toda la energía del universo transformada en un rayo blanquecino hacia la gigantesca criatura que ahora convulsionaba en medio de unas llamas de indefinible color.

Ultraman miró a la ciudad con sus ojos luminosos. No sabía si sentir desprecio o tristeza.

Y se fue volando para siempre.