MEDUSAS

Ernesto Pérez Zúñiga



0. Flotábamos a favor de la corriente, enormes transparencias, con nuestros tentáculos ofrecidos al ir subacuático de la superficie, permitiendo al extraño sol marino dibujar un arcoiris en nuestra carne de luz, que respiraba sobre incontables partículas de alimento vivo, engulléndolas –como un corazón de cristal latiendo, sístole, diástole, en la facilidad del agua-.

Fue cuando vimos a la niña –su pelo rubio extendido sobre el líquido movimiento de sus brazos, su cuerpo claro y nadador-; y ella, asustada de nosotras –un ejército de bailarinas venenosas- trepó a la lancha motora y escapó, sabiendo que se salvaba de las medusas y no de la maldición que se estaba acercando a ella y a toda la costa, las olas gigantes en cuyas cumbres gravitamos para conquistarla plenamente, para barrerla, cruzar las ciudades y escapar por el lado contrario de la tierra.

1. No crea nadie que lo vi llegar. Donde había un pueblo no se veía ni una sola casa. Había objetos, percheros, que golpeaban mi cuerpo, empujado hacia el interior del océano. De pronto utilicé todas mis fuerzas en no ahogarme, en no dejarme arrastrar a este gigante desierto donde mi levedad se ha fundido con el peso de las corrientes.

2. Yo era una mujer en la negrísima agua. Yo era una mujer en el remolino de lodos. Los cacharros de todos los hogares y las ramas de todos los bosques me azotaban. Y la furia de las aguas me empujaba tierra adentro, hacia las montañas y sus grutas.

3. Dijo: “Es demasiado extraño. Se suceden mareas altas y bajas a toda prisa, como si todas las reglas del planeta hubieran cambiado”.

4. Había dicho: “Cuando estás contemplando, a través de tu ventana, jade en el mar, y el brillante marfil de las arenas”.

5. No pudimos permanecer juntos. Intentamos cogernos de la mano, como habíamos hecho tantas veces desde que nos conocimos, porque lo habíamos visto venir. Intentamos ir de la mano hasta el mismísimo infierno, pero el infierno nos arrancó los brazos.

6. Abrí los ojos al final de la inundación. Me incorporé sobre una autopista, la mayor del país, y no quise mirar mis manos vacías. Por ahora ya tenía bastante: automóviles volcados con sus panzas de metal desencajadas, autobuses rotos, una ambulancia aplastada en sus laterales como si acabara de recibir una lección de boxeo. Reses muertas. Gente que se levantaba, cojeando, y echaba a andar en busca de un cadáver.

7. Dijeron y dijeron: “Demasiados los cadáveres queridos”.

8 + 0. Si sigo siendo aquella niña rubia, la que las avistó con sus gafas de buceo, la que fue avisada, en cuanto regrese a Europa tatuaré sobre mi nuca para siempre la palabra “medusa” en tailandés.