SEA FELIZ, DESNÚDESE

(dos miniaturas)

Andrés Neuman



LA FELICIDAD
Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal.

No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.

Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.

Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo. Domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.

Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, tanta, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los fornidos pectorales de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda ansiosa con los brazos abiertos.

A mí me colma de gozo semejante paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas y algún día, pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.

LA ROPA
Arístides venía desnudo al trabajo. Todos le teníamos envidia. No lo envidiábamos por su cuerpo, que tampoco era gran cosa, sino por su convicción: antes de que cualquiera de nosotros consiguiera burlarse, él ya había lanzado una mirada reprobatoria a nuestras ropas y nos había dado la espalda. Y también los glúteos lampiños, pálidos.

Esto es intolerable, aulló el jefe de sección el primer día que lo vio yendo sin ropa por el pasillo. Pues sí –corroboró Arístides–, aquí todos van vestidos con pésimo gusto.

Al estar en primavera, supusimos que aquello duraría como máximo hasta el comienzo del otoño, y que luego el propio clima devolvería las cosas a su cauce normal. Y a su cauce volvieron, en noviembre, las aguas de los ríos, la lluvia de las acequias y los lagartos de los pantanos. Pero nada cambió en Arístides, excepto aquel ligero estremecimiento de hombros cuando concluía la jornada y los trabajadores salíamos a la calle. Esto es inaudito, exclamó el jefe de sección embutido en su gabardina. A lo que Arístides apostilló con aire indiferente: Es verdad, todavía no ha nevado.

De las murmuraciones, poco a poco fuimos pasando a la idolatría. Todos queríamos ir como Arístides, caminar como él, ser tal cual era él. Pero nadie parecía dispuesto a dar el primer paso. Hasta que una mañana cálida, porque ciertas cosas terminan siempre sucediendo, alguno de nosotros irrumpió en la oficina sin ropa y tembloroso. No se oyó ni una sola carcajada, sino un hondo silencio e incluso después algún aplauso. Al contemplar aquel cuerpo desnudo desfilando por el pasillo, muchos fingimos no darnos por enterados y seguimos con nuestra labor como si nada. Aunque, al cabo de pocas semanas, ya era una extravagancia encontrar en la oficina a alguien vestido. El último en rendirse fue el jefe de sección, que un lunes se nos presentó en toda su velluda flaccidez, conmovedoramente feo, más manso que de costumbre. Entonces todos los empleados nos sentimos aliviados y poderosos. Nos cruzábamos por el pasillo dando gritos de euforia, nos dábamos palmadas en las nalgas, nos mostrábamos los bíceps. Sin embargo, cada vez que intentábamos buscar la mirada cómplice de Arístides, hallábamos en él una inesperada mueca de desprecio.

Sé que no será sencillo resistir el invierno, para el que apenas restan unos días. Me lo dice la piel de la espalda, que se me eriza al pasar junto a las ventanas, y los músculos de los hombros, que tienden a encogerse a la hora de salir. Pese a estos inconvenientes, lo que más me tortura es la sensación de ridículo que me asalta al recordarme vestido durante tantos años. Por lo demás, estoy dispuesto a mantenerme así todo el tiempo que sea necesario hasta que los demás reconozcan mi valor, hasta ser el último desnudo de toda la oficina.

Aunque, por algún motivo, todavía no tengo la sensación de venir al trabajo igual que Arístides. Digamos que lo intento cada mañana. Y no, no es lo mismo.

(relatos extraídos del libro Alumbramiento, Páginas de Espuma, 2006)