LOS LIBROS DE ESTE VERANO

(Y algunas cosas sobre las que me apetece mucho hablar)

Nicolás Melini



1
Supongo que soy un lector poco riguroso. Nunca he sabido leer por obligación y siempre lo he hecho por placer –y no puedo decir que los libros malos me lo produzcan, así que trato de tenerlos a raya, lejos, expurgados—. No comprendo a esos escritores, lectores rigurosos, profesionales, que dicen que ellos lo leen todo hasta el final, aunque no les guste, porque disfrutan leyendo y es “el placer de la lectura” lo que les importa. Si un libro no me gusta lo abandono de inmediato. La última vez que leí hasta el final un libro que no me gustaba –una novela de Juan Benet— debía de tener unos veinte años, me encontraba en la habitación de un hostal juvenil londinense, y cuando concluí la última página lo lancé con todas mis fuerzas contra la pared contraria. ¡Verga, qué ladilla!, que dirían mis compadres venezolanos. Llegar hasta el final de un libro malo es algo que no recomiendo a nadie, y cuando me encuentro con alguien que está leyendo un libro que no le gusta le insto a abandonarlo, es más, corro a buscar uno que le pueda gustar e intento (a menudo no me dejan) sustituírselo. Claro que tampoco pretendo que los libros que me agradan le encanten a todo el mundo, o que los que he abandonado no le produzcan placer a nadie. Y también he de reconocer que los libros que más me hacen disfrutar suelen ser aquellos cercanos a lo que escribo o me gustaría escribir, libros y autores con los que conecto porque miran el mundo y lo reflejan de un modo que me resulta elocuente y aprehensible. (Es un tipo de egoísmo, egocentrismo o egolatría que –toda la razón para Muñoz Molina, que lo ha señalado recientemente— no podemos negar que nos toca; así que están advertidos). En cualquier caso, esa falta de rigor y profesionalidad como lector a la que aludo, así como la particular (o personal) brújula que empleo para perseguir la lectura apetecida, me hace leer casi todo extemporáneamente, sin mucho orden ni concierto, llegar a los libros de la forma más curiosa en el momento menos sospechado, o no llegar a alguno cuando debería haberlo hecho; y no es captación de su benevolencia, pero también quedan avisados.

2
Yendo a lo que nos ocupa (según dicta el título del texto allá arriba) este verano comencé leyendo El amor ahogado, novela de Miguel Ángel Alloggio, autor argentino afincado en Francia desde hace años, y que difícilmente conocerán, pues se trata de su primera novela publicada y se encuentra en un sello editorial pequeño e independiente (Baile del Sol), a cuyos libros, acaso, no hayan tenido acceso; aunque hoy en día, con la posibilidad de seguir su rastro y adquirirlos por internet, en esta misma pantalla, cada vez haya menos disculpas. La novela de Alloggio es brillante, todo un hallazgo, contiene destellos de genialidad cada poco, con un pensamiento negativo absolutamente lúcido (Houellebecq) y ha hecho las delicias también de mi mujer y de mi madre, cuyas carcajadas todavía escucho; tan maltrecha que está ahora la pobrecita.

Luego, continué con una lectura pendiente: El túnel, de Ernesto Sábato. Un libro escrito (se percibe) con una fe rotunda en cada frase, y que debería servirnos para comprender mejor el fenómeno de la violencia machista, pienso, pues se me antoja un relato certero desde el punto de vista de un “maltratador”, en toda su deriva psicológica hasta el mismo instante del asesinato. A este le han seguido algunas lecturas absolutamente gozosas, como La ofensa y Derrumbe, de Ricardo Menéndez Salmón, La hermandad de la uva, de John Fante, Desde ahora te acompañaré a casa, de Kjell Askildsen (que ya reseñamos en La Mancha), el relato policiaco No quisiera estar en sus zapatos, de William Irish, o el divertidísimo La vida secreta de Walter Mitty, antología de cuentos de James Thurber publicada magníficamente, como siempre, por El Acantilado.

Pero lo que quisiera, sin embargo, es acordarme de dos títulos que son (desde hace ya algún tiempo) verdaderos clásicos de novela negra: 1280 almas, de Jim Thompson, y Escupiré sobre vuestra tumba, de Boris Vian, no sin antes hacer un breve paréntesis acerca de la literatura “de género”; o sobre los géneros y la literatura.

No creo que los libros sean más o menos buenos dependiendo de su género. En realidad, la buena literatura se da en unos géneros y en otros, porque en todos hay algún buen autor que incursiona, y es la buena escritura la que produce buenos libros, independientemente del género al que pertenezcan los libros en los que ésta se deposita. Otra cosa es la práctica editorial, que a tantos autores salpica, de considerar que los lectores de un género determinado no merecen demasiado esfuerzo. Hay autores que firman con su nombre los libros “serios” y con un seudónimo los “de género”, y no hacen más que perpetuar esta práctica y esta idea: la de que hay géneros peores que otros, que requieren distinto esfuerzo y merecen menor consideración.

Una vez intenté leer un libro de Vázquez Figueroa y me encontré con que no había por dónde coger ninguna frase. Yo era muy joven: “Madre mía –pensé—, en qué idioma escribe este tío, que le traducen tan mal”. Es como si practicar el género de aventuras para un público amplio le permitiera no tener que corregir sus libros. Si tiene tantos lectores sin necesidad de colocar los puntos y las comas en su sitio, cuántos tendría si lo hiciera. Pero lo cierto es que en la literatura considerada “seria” podemos encontrar tantos libros malos (libros torpemente escritos, libros obtusos, libros abstractobtusos, libros sin encanto ni poder de seducción), como en cualquiera de los géneros que algunos –incluidos, a menudo, quienes los practican en su escritura, su edición o su lectura— consideran menores. Y también es verdad que hay por ahí mucho lector con un bajo concepto de sí mismo, gentes convencidas de que la literatura es demasiado intelectual para ellos. Son tantos que no es de extrañar que haya editores dispuestos a manufacturar productos a su medida; es decir, objetos encuadernados en tapa blanda o dura que respondan a la idea de que lo que contienen no es, ni por asomo, algo cercano al “arte” (no sea que alguien pudiera asustarse).

3
Pero lo de Jim Thompson (Oklahoma, Estados Unidos, 1906) y Boris Vian (París, 1920) lo traigo aquí por otra razón bien distinta. Escupiré sobre vuestra tumba, novela corta publicada por Boris Vian bajo seudónimo –todos los libros excepcionales acaban recuperando la firma de sus autores—, contiene la historia de un joven, Lee Anderson, de raza negra pero con apariencia de blanco, que ha visto cómo su hermano pequeño (tan blanco como él) es asesinado por haber osado enamorar a una joven blanca, de las mejores familias del lugar; o sea, tan “buena” familia como para permitirse “mandar a matar” a alguien y luego no tener que pagar por ello. Huido, establecido en otro lugar, Lee Anderson quiere vengar la muerte de su hermano. Aprovechando que nadie lo conoce ni sabe que en realidad es negro, alterna con grupos de jóvenes blancos hasta encontrar a la familia idónea a la que infligir un castigo demoledor, fruto de un resentimiento racial que no proviene sólo de la injusta muerte de su hermano, sino de la injusticia reiterada infligida por los hombres blancos a lo largo de mucho tiempo (desde la esclavitud) sobre todos los de su especie. El clima de la novela es de una moralidad nauseabunda y, para la época en que fue publicada en Francia (mediados de los cuarenta del siglo pasado), escandalosa; una provocación. De hecho, Boris Vian nos la presenta bajo el nombre de un supuesto escritor norteamericano de raza negra, Vernon Sullivan, que no ha conseguido publicar el texto en Estados Unidos y por eso lo lleva a Francia; por lo que entendemos que el seudónimo, en este caso, está motivado por algunas razones cuando menos interesantes: eficaz explicación sociológica que marca las distancias entre la sociedad estadounidense y la francesa; técnica del manuscrito encontrado; aparte de ocultar la identidad del autor dada la naturaleza procaz de la historia –el autor y el editor fueron, a pesar de todo, juzgados por su publicación—. Hay, en concreto, una escena de pederastia entre los protagonistas y dos niñas… que puede sacarle a uno el estómago por la boca. Y, aunque esto es (sólo probablemente) lo más duro que se nos narra, no deja de ser más que un botón de muestra del tipo de incomodidad que uno puede sentir durante la lectura. Luego el libro no te suelta, lo rumias durante días, con tanto desasosiego como certidumbre de haber leído algo magnífico, fascinante, necesario, pura conciencia de los problemas del mundo y lúcido conocimiento de la naturaleza del ser humano.

En 1280 almas, sin embargo, el relato no se centra sobre el problema racial, pero, en su descripción (que es denuncia) de la sociedad en la que se desenvuelve Nick Corey, sheriff de Potts Country, se nos narran situaciones de claridad meridiana sobre el estado de la cuestión, como una en la que un tipo se encuentra a un blanco y a un negro muerto en medio del campo, sube los cadáveres a su carromato para llevarlos al pueblo y luego pide una recompensa: “—Pero ¿y por el negro? A un blanco hay que darle alguna clase de recompensa por tocar a un negro”. U otra en la que al sheriff no le conviene que se le haga la autopsia a algunos asesinados: “—Ningún médico haría la autopsia a un negro. Vaya, no se puede conseguir que un médico toque a un negro vivo, y quieres dejarlo solo con uno muerto”.

Nick Corey es un personaje inolvidable. El sheriff lo pone todo patas arriba –parece que no moja, pero empapa— sin perder en ningún momento su prestigio de persona más bien inane y bobalicona. Hay algo de humor perverso en el conflicto que se establece entre todo lo que hace y cómo afronta sus problemas. Cada vez que se encuentra en una disyuntiva, manifiesta con tono inofensivo: “No me atrevería a decir que se equivoca, pero tampoco estoy seguro de que lo que dice usted sea la verdad”, y se queda tan ancho, parsimonioso, ofreciendo la apariencia de que por nada del mundo haría algo que pudiera importunar a nadie (cuando en realidad todo ello no hace más que ocultar un trastorno psicopático, mesiánico y justiciero).

4
Estas dos lecturas del verano me han recordado la repugnancia que me produce el racismo. Tanto Escupiré sobre vuestra tumba como 1280 almas me han refrescado la conciencia de que cualquier manifestación de racismo que se produzca hoy (en Estados Unidos, en Francia o España), proviene de la misma ignominia ya histórica: la esclavitud. Cuando un empresario decide hoy pagar menos a un trabajador porque es negro, lo hace desde la conciencia de que, desde aquel humillante momento histórico no tan lejano, cualquier cosa que no sea echar mano de un látigo y unas cadenas goza de nuestra aprobación; recibir un sueldo, aunque sea ligeramente inferior que el del resto de las personas que realizan la misma función en la empresa (visto desde el punto de vista de dicho empresario), ¿acaso no debería generar la gratitud incondicional y eterna de quien en otro momento habría sido privado de su libertad, recibido el desprecio, el odio, la dentera ante la sola visión del color de su piel, y ni siquiera hubiera sido aceptado en el mismo espacio de trabajo?

No se me escapa que, desde el principio hasta ahora, el racismo tiene una motivación económica. También de defensa y preponderancia de una casta sobre las otras. Hoy hay otros pobres que reciben el mismo trato que los negros pobres de hoy (gitanos, inmigrantes de distintos países), mientras los negros ricos resultan sin duda mucho más aceptables, sobre todo si han adquirido nuestras “sofisticadas y evolucionadas” costumbres; y que conste que las comillas denotan toda mi ironía al respecto. Para muchos, los pobres siempre son muy “poco evolucionados”, unos bárbaros, ya sean “nuestros” o vengan de otros países. He vivido en Estados Unidos lo suficiente para saber que allí los negros reciben el mismo trato que muchos descendientes de africanos en Francia o tantos gitanos en España e Italia. Siempre habrá alguien dispuesto a infligirles la opinión de que “son sucios y huelen mal y viven hacinados y sin comodidades porque quieren o porque les gusta”). Es un argumento fácil que coloca la responsabilidad en el otro: los gitanos son así porque quieren (España e Italia), los africanos y sus descendientes son así porque quieren (Francia), los negros son así porque quieren (Estados Unidos), la culpa es de ellos y nosotros quedamos libres de toda responsabilidad en el asunto, nos vamos de rositas, con la conciencia bien tranquila y la sensación magnífica de que no somos pobres porque, sencillamente, somos mejores.

Lo cierto es que el pobre, el que se encuentra en la mera supervivencia (no importa su raza o el lugar de su procedencia), descuida en primer lugar el orden de su casa, la higiene de su baño, su vestimenta; sólo cuando alcanza una cierta tranquilidad respecto de las necesidades básicas, el ser humano encuentra un poco de tiempo (y de cabeza) para ocuparse de lo otro. En Estados Unidos también hay blancos pobres, y han recibido el denigrante calificativo de “basura blanca”, y muchos blancos de allí se atreven a decir –con un desprecio absolutamente demoledor— que esos blancos en concreto son “peores que los negros”; porque en su ingenua estupidez les cuesta aceptar que un blanco, como ellos, pueda ser así.

En España no estamos a salvo de opiniones o comportamientos racistas, y a menudo no hace falta, ni siquiera, que el objeto de estos sean las personas más pobres. Cada vez que Samuel Eto’o, jugador camerunés del Fútbol Club Barcelona, comete alguna salida de tono en sus manifestaciones públicas, los parroquianos de los bares increpan a su imagen en el televisor: “¡Cállate, negro!”; ¿hace falta señalar lo absurdo que nos parecería que, si Eto’o fuese blanco, le gritasen “¡Cállate, blanco!”? Durante la celebración de los Juegos Olímpicos, un vecino de mesa en un restaurante de Madrid, que atendía al partido de baloncesto entre Estados Unidos y Grecia tanto como yo, me miró con admiración tras presenciar el increíble salto, el extraordinario mate de uno de los norteamericanos. Y sin embargo, a pesar de su admiración, no pudo evitar comentar: “Si es que, con todos mis respetos, son monos”. Aunque acto seguido el camarero tenía otra consideración que hacer, al observar que uno de los jugadores se había resbalado: “Hay que ver qué guarretes son estos chinos, eh, qué mal pasan la fregona; aquí siempre hay alguien que deja el suelo como una patena, pero ellos…” Ni el primero pudo aceptar, sin más, que el jugador negro es un atleta absolutamente extraordinario, ni el segundo reconocer que los chinos han organizado unos Juegos Olímpicos espectaculares. Claro que este es un país en el que la mera emisión de la palabra “chino” provoca una denigrante sonrisa. Basta con decir “chino”, o “chinito”, para que muchos suelten hasta una carcajada. Y, sin embargo, nadie parece comprender por qué los chinos que viven con nosotros –empleando su propia expresión— “no se integran”; o se escandalizan de que no quieran compartir la convivencia: “¿¡Es que acaso no nos quieren!?”. Como si fuese su obligación aceptar la chanza cotidiana, el chiste televisivo casi diario, la indisimulada mofa, la completa falta de consideración y respeto.

5
Sé que todo esto que estoy diciendo puede producir una incomodidad difícil de sobrellevar. Este tipo de cosas nos suenan, por lo general, un poco duras, inquietantes. Son motivo de rubor y negación. Tanto los implicados como los perjudicados, por distintas razones, prefieren obviarlo, quitarle hierro. A nadie le gusta irse a la cama consciente de que tanto él como “los suyos” están infligiendo cargantes humillaciones a “los otros”; además, da un poco de susto pensar que “los otros” se puedan hartar. Y, desde el punto de vista de los afectados, resulta demasiado agotador plantar una batalla por cada pequeña desconsideración; es cansino y poco práctico, porque si tuvieran que censurar a cada una de las personas con las que se relacionan y que en algún momento dado hacen gala de sus prejuicios, su vida se reduciría a eso; por no decir que cuando a cualquiera de ellos se le ocurre “plantar la mosca” a un amigo en una reunión, automáticamente, se convierte en un inoportuno, en un agresor (cuando el agresor, en realidad, ha sido el primero), tanto como en el responsable de reventar la reunión sacando a colación asuntos desagradables; entonces los demás empiezan a sentirse sojuzgados, incómodos, y quien se ha atrevido a alzar la voz se queda solo; por otro lado, no resulta nada glamuroso andar reconociendo tan explícitamente que cada poco se recibe una desconsideración tan gruesa; si protesta, el afectado se convierte en un quejica –o se hace acreedor de lástima— y semejante injusticia no generará en él más que resentimiento y autoaislamiento; mejor callar, hacer como que se oye llover, caso omiso a la estupidez de los semejantes.

No es simple “corrección política”, sino “conciencia” de la existencia de un problema… soterrado.




UNA SOCIEDAD DE CIUDADANOS
N.M.
Parece ser que nos encontramos al principio de la construcción de una sociedad cosmopolita. Ante tal circunstancia, podemos continuar con nuestro contagio de los mensajes racistas emitidos en tiempos de la esclavitud, según los cuales sólo lo blanco es bueno y lo oscuro malo, peor, culpable, sancionable, explotable –o sea, podemos conservar este clasista sistema de valores en el que los propios negros, recibido el mensaje, recurren a productos abrasivos para clarear su piel, y los mejor considerados de cualquier sociedad mestiza resultan ser siempre los más claritos—, o podemos intentar construir una sociedad igualitaria de a de veras.
Es todo un reto.
Parece que el Reino Unido no lo ha conseguido (ingleses de primera o segunda generación, hijos o nietos de Pakis, que se revuelven contra su propio país); tampoco parece que lo haya conseguido Francia (franceses de segunda generación, descendientes de africanos, que asaltan las calles y queman coches para expresar su descontento), y en Estados Unidos aún durará un poco más el recelo entre blancos y negros; hace demasiado poco que los unos colgaban a los otros con cualquier excusa, y no parece que el ascenso de Condolezza Rice a la vicepresidencia haya significado que los negros de Estados Unidos dejen de ser los más pobres; ni parece probable que, si el senador Obama alcanza la presidencia, los negros dejen de engrosar un porcentaje tan elevado entre la población reclusa. Sencillamente, son cosas que no tienen nada que ver.
Y sin embargo, nosotros estamos a tiempo de emitir un mensaje de “tolerancia cero” hacia las manifestaciones de racismo. Podemos ahora corregir todo aquello que pueda hacer peligrar la cohesión social; conseguir que, bajo ningún concepto, se produzca una fractura social en la que un grupo de población quede postergado o desamparado, que es lo que a todas luces ha sucedido en Francia, por ejemplo.
No parece que haya ninguna razón para seguir amparando la idea de que los nacidos aquí han de tener más derechos que quienes han llegado de fuera. No se nos ocurre cómo alguien puede concebir que por haber nacido en un lugar ya debe tener más derechos que un ciudadano que provenga de otro país. Creo que estaría bien que superásemos este tipo de sociedad, compuesta por autóctonos (por un lado) e inmigrantes (por el otro), unos con más derechos que los otros, pues se nos empieza a antojar obsoleta; es ahí donde se puede producir la fractura y pérdida de cohesión social. Resulta cuando menos tan perverso como ilusorio pretender que los inmigrantes vengan cuando los necesitemos, contribuyan, nos enriquezcan, y, luego, cuando ya no nos interesen, regresen con sus hijos nacidos aquí a unos países que ya no son los suyos y nunca jamás fueron los de sus hijos. Y tampoco parece concebible que una persona, por ser inmigrante y proceder de otro lugar, se comprometa menos con el país en el que vive (y mucho menos los hijos de éstos, que se encuentran en el país en el que han nacido), así que no se entiende que no deban tener absolutamente los mismos derechos que nosotros, incluido el de votar a los políticos que regirán instituciones, sanidad, educación, etc., del país y las ciudades en las que viven; o sea, sus instituciones, la sanidad que vela por su salud, la educación de ellos y de sus hijos.
Tal vez lo mejor sería ir pensando en la implantación de todos los derechos y garantías para absolutamente todos los ciudadanos sin excepción.
Ya se habla de una “sociedad de ciudadanos”. Y suena bien.